Dos escritos crepusculares con cisnes de por medio (Crueldad decimonónica de Villiers y Gourmont)

 

   [Recuerdo incluso el momento y el lugar en que leí esta angustiosa historia primera. De hecho fue en un parque de Nou Barris o la Guineueta, donde debía encontrarme más tarde con alguien. Del resto del libro no recuerdo casi nada, puede que me quedara atascado en esta escena terrorífica en la que el horror se acerca tan y tan despacito. No en vano su autor es conocido principalmente por sus Cuentos crueles… Pasó el tiempo y llegó el segundo texto en el que los cisnes permanecían bajo el influjo maléfico de Bonhomet. Era el final del siglo XIX. Los dos autores habían nacido en el mismo año: 1838. Los entrañables decadentistas, simbolistas, personajes bohemios, no podían evitar escribir como si el mundo fuera a acabarse dentro de sus corazones, como si, de hecho, ya se hubiera acabado hacía tiempo. Me gusta seguir el hilo oscuro de estas fijaciones sombrías. Ahora ya no quedan cisnes. A lo sumo artefactos mecánicos, como diría K. Dick. Quizá seamos ahora todos los que debamos cantar antes de morir. Aunque sea una ronca tonadilla tarareada en las sombras. Antes de que todo termine. Antes de que nos corten el cuello.]

 

  

 

 

1887

 

EL ASESINO DE CISNES

 

Villiers de L’Isle-Adam

  

Villiers de L’Isle Adam (1838-1889)

   «Los cisnes comprenden los signos.» (Víctor Hugo)

 

 

   De tanto consultar libros de historia natural, Tribulat Bonhomet, había acabado aprendiendo que el cisne canta muy bien antes de morir. Efectivamente (nos confesaba recientemente), desde que la había descubierto, sólo esa música le ayudaba a soportar las decepciones de la vida, las otras melodías le parecían únicamente un guirigay estilo “Wagner”.

   ¿Cómo se había procurado ese placer de expertos? Expliquémoslo:

   En las proximidades de la muy antigua ciudad fortificada en la que vive, nuestro viejo parroquiano había descubierto, un buen día, en un parque secular abandonado, a la sombra de unos majestuosos árboles, un viejo estanque sagrado por cuyo umbroso espejo se deslizaban doce o quince de esos tranquilos pájaros; había estudiado cuidadosamente la forma de abordarlos, examinando las distancias, y había observado especialmente al cisne negro, guarda nocturno, que dormía invisible tras un rayo de sol.

   Éste permanecía, todas las noches, con los ojos muy abiertos y con una piedra pulida en su largo pico rosado, y, al menor signo de peligro para los que protegía, habría tirado rápidamente al agua, en medio del blanco círculo de sus durmientes, la piedra de aviso: al oírla, la bandada, por él guiada, habría levantado el vuelo, atravesando las oscuras y profundas alamedas, hacia algún lejano prado o alguna fuente adornada con grises estatuas, o cualquier otro asilo bien guardado en su memoria. Bonhomet los había contemplado muchas veces, en silencio, incluso sonriéndoles. Tal vez, como perfecto diletante, ¿soñaba alimentar su oído con el último canto de los pájaros?

   Así pues, a veces -cuando sonaba la medianoche de cualquier otoñal noche sin luna-, Bonhomet, atormentado por el insomnio, se levantaba de repente y se vestía de forma especial para el concierto que necesitaba volver a escuchar. El huesudo y gigantesco doctor protegía sus piernas con desmesuradas botas de goma guarnecidas con protecciones de hierro, prolongadas, sin transición, por una amplia levita impermeable, también adecuadamente forrada; después deslizaba las manos por un par de guanteletes de acero blasonado (procedentes de alguna armadura de la Edad Media) de los que se había convertido en feliz propietario por el precio de treinta y ocho céntimos -¡una ganga!- pagados a un anticuario. Una vez hecho esto, se ceñía su enorme sombrero negro, apagaba la luz, bajaba y, con la llave de casa en el bolsillo, se encaminaba tranquilamente hacia el parque abandonado.

   Muy pronto entraba, por los sombríos senderos, en dirección al retiro de sus cantores preferidos, hacia el estanque cuyas aguas poco profundas y claras no le llegaban a la cintura. Y, al introducirse por las frondosas bóvedas próximas a la orilla, amortiguaba sus pasos, tanteando las ramas muertas.

   Una vez en el borde del estanque, lenta, muy lentamente, ¡y sin ruido alguno!, aventuraba una bota, después la otra, y avanzaba por el agua, con precauciones inauditas, tan inauditas que apenas se atrevía a respirar. Como un melómano ante la inminencia de la esperada cavatina. De modo que, como temía alarmar la sutil vigilancia del negro guarda nocturno, para andar los veinte pasos que le separaban de sus queridos virtuosos, necesitaba generalmente entre dos y dos horas y media.

   El aliento de un cielo sin estrellas agitaba quejumbrosamente los altos ramajes entre las tinieblas que rodeaban el estanque; pero Bonhomet, que no se dejaba distraer por el misterioso murmullo, continuaba avanzando tan sigilosamente que, hacia las tres de la mañana, se encontraba, invisible, a medio paso del cisne negro, sin que éste hubiera notado el menor indicio de su presencia.

   Entonces, el buen doctor, sonriendo entre las sombras, tocaba suavemente, muy suavemente, apenas rozaba, con la punta de su medieval índice, la pulida superficie del agua ¡ante el guarda nocturno!… Y la tocaba con tal suavidad que éste, aunque extrañado, no juzgaba que esa vaga alarma tuviera una importancia tal como para tirar la piedra. Escuchaba. A la larga, su corazón, ¡oh!, su pobre corazón ingenuo latía horriblemente; y eso llenaba de gozo a Bonhomet.

   Y entonces los bellos cisnes, perturbados por aquel ruido, en lo más profundo de su sueño, estiraban, uno tras otro, sinuosamente la cabeza escondida entre sus pálidas alas de plata, y, ante la sombra de Bonhomet, se sentían angustiados, por una confusa conciencia del mortal peligro que les amenazaba. Pero, con su infinita delicadeza, sufrían en silencio, como el guarda nocturno, sin poder huir, ¡porque no se había tirado la piedra! Y los corazones de todos esos blancos exiliados se debatían en una sorda agonía, inteligible y clara para el embelesado oído del excelente doctor que, sabiendo lo que les provocaba, moralmente, su sola proximidad, se deleitaba, en incomparables ansias, con la aterradora sensación que su inmovilidad les hacía sufrir.

   “¡Qué agradable es alentar a los artistas!”, se decía en voz baja.

   Este éxtasis, que no habría trocado por un reino, duraba aproximadamente tres cuartos de hora. De pronto, el lucero del alba se insinuaba entre las ramas e iluminaba, de improviso, ¡a Bonhomet, las negras aguas y los cisnes con los ojos cargados de sueño! Al verlo, el guarda nocturno, enloquecido de horror, tiraba la piedra… ¡Demasiado tarde!… Con un horrible y estruendoso grito, que parecía desenmascarar su almibarada sonrisa, ¡Bonhomet corría, con los brazos abiertos y las zarpas alzadas, al encuentro de los sagrados pájaros! ¡Y cuán fuertemente apretaban los dedos de hierro de ese moderno hombre de pro!; lograba quebrar o cortar los puros cuellos de nieve de dos o tres cantores, antes de que los otros pájaros poeta pudieran echar a volar.

   Entonces, las almas de los cisnes agonizantes, olvidando ya al buen doctor, exhalaban un canto de inmortal esperanza, de libertad y de amor, hacia cielos desconocidos.

   El racional doctor se complacía ante este sentimentalismo, del que únicamente se dignaba saborear, como experto entendido, una cosa: EL TIMBRE. Musicalmente, sólo apreciaba la singular suavidad del timbre de esas simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía.

   Con los ojos cerrados, Bonhomet aspiraba, hasta su corazón, las armoniosas vibraciones; después, bamboleándose, como en un espasmo, se iba a la orilla, se tumbaba sobre la hierba, seco gracias a sus ropas impermeables.

   Y allá, ese mecenas de nuestra era, dejándose llevar por un voluptuoso torpor, volvía a saborear, en lo más recóndito de su interior, el recuerdo del delicioso canto -aunque manchado, según su opinión, por una sublimación pasada de moda- de sus queridos artistas.

   Y, apurando su comatoso éxtasis, rumiaba así, muy tranquilamente, esa exquisita impresión hasta que salía el sol.

 

De Tribulat Bonhomet, Villiers de L’Isle-Adam, Ediciones del Bronce, 2002

 

  

 

 

1894

 

LOS CISNES

 

Remy de Gourmont

  

Remy de Gourmont (1838-1915)

   Unos cisnes bordeando el Louvre, dos cisnes más fatigados que nuestros corazones, y la corriente se los llevaba; dos cisnes más salvajes que nuestros deseos, y algunas mujeres, acechaban a los náufragos.

   El alma de Bonhomet planeaba sobre el Sena.

   Unas mujeres levantaban sus manguitos alto, muy alto, como una señal de captura; unos niños lanzaban piedras al extraño animal; dos marineros se marcharon, remaban con fervor y la multitud pensaba: “¡En jaulas, en jaulas, que los metan en jaulas, con una gran bañera para que se distraigan, en la jaula!”

   El alma de Bonhomet planeaba sobre el Sena.

   Entonces, la que se apoyaba en mi brazo, apretándolo con gran fuerza, me dijo al oído (¡tan coquetamente!):

   -¡Mmm, caldo de cisne!

   Y en sus ojos de tísica -¡algo siniestros!- brillaba el deseo loco de un guiso blasfemo.

   El alma de Bonhomet planeaba sobre el Sena.

 

De Relatos sombríos. Historias mágicas, Remy de Gourmont, El Nadir Ediciones, 2009 

 

 

 

~ por juannicho en junio 23, 2012.

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